viernes, 1 de octubre de 2010

Rebaños celestiales

Las nubes son como corderos extraviados. Uno podría pensar que esta comparación es la obvia, dado el color y la textura de ambos seres. Pero en realidad basta con detenerse cinco minutos a mirar el cielo con atención para que el parecido salte a la vista. Y repito: no está en la apariencia, sino en la actitud.

Toda nube nace en un rebaño. Un rebaño que permanece unido todo el tiempo, a veces tan junto que todas esas nubes parecen un solo y enorme ser, lo que el conocimiento popular conoce en general como un nubón o nubarrón. A veces más distanciadas, pero siempre vigiladas por su pastor, comúnmente conocido como sol o febo, pastan cielo todo el día, y de noche Febo se va a dormir y las deja al cuidado del sereno. O más bien Serene, el verdadero nombre de su guardiana nocturna.

El problema de las nubes está en su pelaje. Tiene la extraña característica de ser muy extenso y flexible, pero muy poco denso. Esta falta de peso específico es lo que las hace vulnerables a los caprichos del viento, que aprovechando distracciones momentáneas de las nubes y su cuidador, las arrastra fuera del rebaño. Como el lobo a los corderos, claro está. Y así queda la nube, sola y librada a la suerte, vagando por un cielo que ya no tiene ganas de pastar. Y sola camina, perdida en ese prado inmenso y mirando hacia abajo de vez en cuando, y cada día ve un abajo diferente, y si se cruza con otras nubes, éstas no son sus hermanas por lo que no la quieren adoptar. Durante su solitaria travesía la nube va ensuciando su pulcro pelaje blanco, y cualquier observador un tanto atento podría notar cómo una nube se va manchando progresivamente, hasta quedar tan mugrienta que se vuelve gris. Sola y sucia, la nube llora solitaria, pero como el viento ama ver a las nubes sufrir, arrastra otras nubecillas extraviadas hacia el lugar donde ella se encuentra y así, todas juntas, comienzan a llorar. Lloran y lloran, a veces por sólo unos minutos, a veces por varios días seguidos; a veces con lágrimas gruesas que caen lentamente, a veces con lágrimas más finas que caen sin parar.

Pero una nube extraviada no está completamente perdida. Queda la esperanza de que alguno de sus pastores la vea, y para llamarla y distinguirla entre el nubarrón de nubes llorosas, lancen fuertes estrépitos, acompañados de luces relucientes para que ellas logren encontrarlos. Y si todo sale bien, y el viento distraído con alguna otra maldad no tiene tiempo de arruinar el reencuentro, nuestra nube se reúne finalmente con su pastor, y parten contentos a buscar al resto del rebaño. Las lágrimas de la nube limpiaron su pelaje, que está más blanco que nunca, y que además reluce con el brillo que Febo proyecta, feliz de haberse reencontrado con su pequeña nube perdida, como un pastor y su cordero.


Camila Verdugo

No hay comentarios:

Publicar un comentario