martes, 27 de abril de 2010

Aparentar.

Por: Marina Soledad Tschiffely

Imita a una fotografía de los años veinte, por eso está en sepia. El color de antaño, de la nostalgia. Es de buen tamaño y simula tener grano, para hacer creer que fue sacada con cámara analógica. Fue tomada en un estudio, donde el fondo pintado a mano es una fiel copia del característico arco en la entrada de Miramar.

Sólo falta Euge. Nos habíamos ido de vacaciones y ella no pudo venir. Estamos disfrazadas con trajes de baños anticuados, a lunares y con puntilla. Son de tres piezas, conformados por un cuasi pantalón por debajo de la rodilla con una especie de blusa manga tres cuartos y un intento de sombrero con muchos volados. Tres de nosotras tenemos sombrillas para cubrirnos del supuesto sol del medio día; dos sostienen una pelota playera debajo del brazo y hay una que abraza un salvavidas propio de la época.

Una milésima de segundo fue lo que tardó la cámara en capturar esa imagen y con ella el recuerdo los 10 diez espectaculares días que pasamos juntas. En la foto aparentamos ser de otra época, copiamos los trajes y las poses, hasta parecemos de más edad. Pero por suerte, nos fue imposible disimular lo feliz que éramos por esos días. Las sonrisas en nuestros rostros no mienten. Por eso me alegro mucho cada vez que la observo, me hace saber que ninguna de mis amigas fingió, al menos en ese momento.

Primer cumpleaños

Por: Claudio Fernando Yapura

Era un jueves dos de noviembre de 1989, a eso de las siete de la tarde comenzaron a llegar los invitados. De repente veía personas que llegaban y se sentaban en las sillas ubicadas en el garaje de la casa de mi abuela. Lo que pasaba era que estaban festejando mi primer cumpleaños.

Esta fotografía es la evidencia de aquel momento, la misma atrapó un instante de aquella tarde en la que yo no sabía qué estaba sucediendo con toda la gente de mi barrio que llegaba con paquetes forrados con un papel muy brillante en las manos y me los daban a mi, seguido de un beso y de un “¡Feliz cumpleaños, Claudito!”.

En la foto se ve un nene con un trajecito blanco, una camisa beige, con unos zapatos negros y un moño azul, ese nene era yo veinte años atrás y vestido de esa manera llamaba la atención de todos. Estaba sentado en una silla alta para que pudiese llegar a la mesa en donde estaba la torta que tenía la forma de una cancha de fútbol con algunos jugadores, un poco más arriba, sobre mi cabeza, un cartel que dice “Mi primer añito”, globos, una piñata y un decorado en donde resaltaban los payasos. Más allá de que esta foto actúe como un recuerdo del pasado, también es una prueba de los privilegios que empezaría a tener durante tres largos años hasta que llagaron mis otros hermanos.

Un viejo linyera que dormía en el tren abandonado del pueblo me dijo que a los momentos malos hay que olvidarlos y a los buenos hay que estirarlos, por eso siempre llevo esta foto en algunos de mis libros para “estirar” ese buen momento de aquella tarde de la gran fiesta.

Mi Foto

Por: Soledad Salazar

Alguien podría decir que mi foto está mal tomada, que el encuadre es malísimo o que tiene demasiado brillo. Yo les puedo decir que mi foto encuadra las cosas que más quiero. Y que el brillo, provocado por un sol radiante, refleja un momento de felicidad.

Estamos en el parque Rivadavia, el de antes. A lo lejos se ven mujeres y hombres sentados. Perros con correas paseando a sus dueños. Nosotros cinco estamos sentados alrededor de una de las viejas mesitas verdes que antes había en ese parque. Mi mamá, casi fuera de foco, lee una revista de souvenirs. Por esa época se le daba muy bien hacer ella misma las fiestas de cumpleaños, al estilo de Marta Ballina, con tortas súper producidas. Yo estoy sentada en el regazo de mi hermano mayor, a quien hoy no se le notan los doce años que pasaron. Mi pelo está bastante más rubio que ahora, pero con los mismos rulos. También tengo varios centímetros menos en la foto. Es del año 1997, cuando tenía siete años.

Aparezco sonriendo y sacándole la lengua a la cámara. Aunque probablemente le estuviera sacando la lengua a mi papá, quien estaba detrás de la lente. Debajo de mí y completamente fuera de foco, está la cabeza de mi segundo hermano mayor. Le daba la espalda a la cámara porque estaba a sentado en las piernas de mi papá. Imagino, por el papel que sobresale de la mesa, que estábamos comiendo facturas.

Como ya les dije, la foto tiene sus muchas imperfecciones técnicas. La tengo en un portarretratos en la pared de mi cuarto (que casualmente es el living de mi casa) y nadie entiende por qué la puse ahí, o por qué no elegí una foto “mejor”. Yo les explico que la elegí por su espontaneidad, por que nos representa y por que cada día me recuerda que se puede ser feliz, como en la foto. Una instantánea de la felicidad.

Ese soy yo.

Por: Matías Schneider

Sí, ese soy yo, totalmente relajado en una hamaca paraguaya. La foto la tomó mi hermana en las vacaciones que pasamos junto a mi familia en Villa Gesell en el año 2008.

El lugar era realmente de ensueño y transmitía una paz increíble. Estaba ubicado en el medio del bosque, donde el bullicio sería un término desconocido si no fuera por el cantar de los pájaros que abundan en la zona y el ladrido de algún que otro perro.

Esta imagen principalmente transmite tranquilidad, una de las características que forman parte de mi ser. Como dije, estoy recostado en una hamaca paraguaya ubicada en el parque del complejo en donde nos hospedábamos con mi familia. El sol de la tarde invitaba a dormir la siesta antes de ir a la playa. Y yo no rechacé la invitación. Quizás fue el momento en el que más dormido estaba cuando me sacaron la foto. Yo ni me di cuenta.

Una de las características que más me gusta es el contraste entre el verde del parque, el azul de mi remera y los múltiples colores de la hamaca, acompañados por la luz brillante del sol, similar al flash que activan las cámaras de fotos ante la falta de luz.

Es asombroso como un artefacto puede capturar imágenes agradables que en el corto o largo plazo uno revisa y lo transportan a momentos únicos. A pesar de esto, volvería allí para recuperar ese instante grabado en el tiempo, no solo por lo mágico del lugar sino porque estaba de vacaciones, libre de cualquier rutina.

Que el fin del mundo te pille bailando.

Por: Dolores Díaz de Maura

Debo confesar que las fotos son una de mis grandes debilidades. Podría llenar las paredes de mi cuarto (si es que no están bastante cubiertas ya) con imágenes de todo tipo.

Cada foto es una historia. Es casi como pausar cada uno de los momentos de nuestra vida. Donde queda congelado el recuerdo de lo que vivimos. La memoria puede fallar, pero una foto no. Y basta con mirarla para que, casi instantáneamente, los recuerdos aparezcan.

Rojo, negro y un poco de verde, producto de algún reflector, son los colores que prevalecen. “Nada de amarillo en los escenarios, trae mala suerte”, suelen decir. Cinco personas, en la misma posición, miran al frente pero no a cámara. Vestuarios particulares, rostros expresivos, mezcla de felicidad y cansancio. Luces de colores, y algún que otro flash perdido por ahí. Fin del número. Así fue el momento, y casi tan así es la foto.

Es el teatro Empire, es mi muestra de Danza, son mis compañeros, hoy, mis amigos.

Mi foto no solo recuerda. Mi foto habla, cuenta y busca resumir un poco mi vida. Intenta mostrar la plenitud que me invade al bailar y me recuerda a los amigos que este hermoso arte que descubrí, logró dejarme.

Probablemente habrá miles de visiones de la imagen, muchas maneras de entenderla e interpretarla. “Que el fin del mundo te pille bailando”, así se llama la foto, y es mi manera de verla.

Momentos, personas, lugares, pasiones. Todo puede ser recordado, aún cuando la memoria nos traiciona, con una foto. Después de todo, y como suelo decir, una foto vale más que mil palabras.

Elegir no elegir

Por: Emilia Cappellini

Escribo porque me permite vivir muchas vidas. No soy la primera en pensar que una sola no es suficiente. Escribo y de a ratos vivo todas las vidas que quiero, pero fuera del papel tengo que elegir.

Cuando sacamos una foto también elegimos, elegimos qué dejar fuera del cuadro, lo que nos sobra, lo que no vamos a recordar o mostrar a otros. Así mismo, elegimos lo que sí.

Yo había elegido el cardigan verde y un pelo larguísimo. Mi mamá había elegido también a mis hermanos, que posan al lado mío, y al naranjo que está detrás de nosotros. Elegimos sacarnos esa foto y no otra, porque queríamos vivir esa tarde, en el jardín, con el sol de frente que achinó nuestras miradas.

Yo creo que la foto nunca fue sobre mí. Ni siquiera es mía, a lo sumo es nuestra pero sobre todo, es del naranjo. El naranjo también fue una elección. Mi abuelo eligió plantarlo el día de mi nacimiento y regalármelo. Esa fue su foto, ese fue el hecho de la vida que recortó para que me quede a mí hoy. Ese recorte surge ahora en este texto: una foto dentro de otra. Dos vidas, la mía y la de mi abuelo. Dos, que son infinitamente más que una.

La foto siempre tiene que elegir, pero el escritor puede pretender hacer un texto infinito, su Aleph o su mandala. Por eso no soy fotógrafa y sí escribo.

Ver a través de lo observable

Por: Betsabé Marques

En todo la fotografía se destaca la mezcla de colores y paisajes muy naturales. En sus costados, grandes arbustos, a lo lejos minuciosas montañas, en el suelo piedras y rocas de distintos tamaños acariciadas por el frío agua del arroyo. Con remera corta, jogging y mochila, me encontraba allí, en el centro de toda la toma, lo llamativo es mi extendida sonrisa, habitual, característico de mi persona; en el interior, expresión de “alivio”, dando alusión a mi acercamiento a la cima, y conocer uno de los tantos regalos divinos, este caso, la nieve, después de 2 horas exhaustiva de subida al cerro López.

Si, una foto de Bariloche, pero no como muchos pensarían de mi viaje de egresados, sino de un campamento, que compartí junto a toda una parroquia, dentro de la comunidad de jóvenes.

Estando siempre dispuesta a conocer y experimentar cosas nuevas, acepté esa vivencia, unida con mis primeros pasos dentro de mi fe, mi religión.

Interesente es como a lo largo de mi joven vida, han paso miles y miles de rostros que hoy son un borrador. Este “revelador” de reflejo, me muestra lo curioso de cómo pasa el tiempo algunos vamos olvidando y otros volvemos a recordar, al cual todos los personajes que han pasado frente a mí, me sirvieron para ser quien soy y transcribirlas en mi libro de vida. Creo que quienes permanecen aun en uno, serán el eco del mañana.

Autorretrato

Por: Denise Méndez

Aquí estoy yo en Gualeguaychú con mi novio Juan. A mi apenas se me ve la cara, a él se le ve un poco de la campera gris que llevaba puesta y una tira de la mochila. Detrás puede observarse el suelo adoquinado, el río, los árboles del otro lado del mismo, y de nuestro lado: la moto. Sí, esa moto que nos llevó hasta allá de la cual nunca me olvidaré.


Juan es, no sé muy bien desde cuándo, un fanático de las motos y ha tenido varias. Empezó con una Suzuki que todavía tiene (creo que nunca venderá a aquel primer amor motorizado). Con esa le perdí mi miedo (por no decir terror) a esos bichos raros. En fin, al poco tiempo se compró una Kawasaki, dejó de usar la anterior, y la vendió un tiempo después para comprarse esta Yamaha que vemos en la foto. Hicimos ese viaje hermoso, y otros viajes diarios que hicieron que me enamorara de esa moto. Pero como le sucede a él con las motos, no le duró mucho tiempo y la vendió para comprarse otra Kawasaki que tiene actualmente pero que, para variar, está en venta.

Toda esta historia enfatizada en las motos de Juan tiene una razón de ser. Es difícil explicar con palabras la importancia de una moto que está al fondo de una imagen. Cuando uno ve la foto, puede darse cuenta por qué esa moto aparece allí, pero decir que hay una moto en una foto es como decir que hay árboles, no dice nada… Distinto es centrar el relato en la moto, para poder describir que la fotografía estaba centrada en la moto también.

El patio

Por: Denise Cano

Foto con amigos. Aquellos que me acompañaron durante esos vertiginosos cinco años de secundaria. Es precisamente allí donde la imagen toma vida: el patio del “Pelle”.

Seis personas sentadas y paradas, riendo o haciendo muecas y una séptima que falta, no recuerdo bien por qué pero probablemente era ella la que estaba con su cámara en mano captando el momento, es la fotógrafa del grupo.

Atrás puede verse una de las cosas más lindas que tiene el lugar que son sus paredes pintadas. Recuerdos de antiguas generaciones. Murales que están allí contando historias pasadas, llenos de naranja, amarillo, blanco, negro, rojo y mucha vida. ¿Cuánta gente igual y distinta a nosotros habrá pasado por allí? ¿Qué cosas habrán vivido?

Esas paredes hablan por sí solas y junto a nuestras caras de felicidad le dan un hermoso colorido a la foto.

Recuerdo el momento en que fue tomada. Estábamos todos juntos charlando como siempre en algún recreo y de repente llega Lih con su cámara (estoy casi segura de que era ella). En cuestión de segundos, los que estábamos parados nos acercamos a aquellos que estaban sentados e hicimos nuestras caras raras ya que no solíamos sonreír todos en las fotos, algunos lo hacían mientras que otros sacaban la lengua, inflaban los cachetes o hacían la típica “cara de pato” que nos gustaba hacer poniendo la boca como si fuéramos a dar un beso pero de manera aplastada, simulando un pico de pato.

Es una de las pocas fotos sacadas en el colegio debido a que no solíamos llevar cámaras pero ésta es una de mis preferidas y es un vivo reflejo de lo que fue nuestra vida en aquel lugar.