sábado, 25 de septiembre de 2010

Sin sonido, silencio.

Está al lado mío en este preciso momento. De hecho, está a mi lado en todo momento.

Pensar que cuando me lo regalaron me puse contenta. ¿Contenta de qué? Si no es más que un pequeño cuadrado negro. Sí, mirado de arriba, abajo o algún costado, es sólo un rectángulo. Si lo inclinamos llega a ser un paralelepípedo. Negro, siempre negro, homogéneo y de caras lisas. Es como debe ser el interior de una celda de prisión.

De vez en cuando, cuando me llaman, una luz se enciende en mi celular. Tiene forma de cuadrado brillante, encerrado en el cuerpo de oscuridad. Esa luz es hermosa. Cuando el teléfono suena su negritud se borra, al menos, hasta que la llamada termine. A veces tarda más, a veces tarda menos, pero la llamada siempre termina.

El día de hoy no ha pasado nada extraordinario pero igualmente estoy emocionada. Desde el domingo que espero una llamada importante. Esta llamada es una de esas que cambian la vida. Estoy segura de que una vez que suene el teléfono cambiará el rumbo de las cosas y para bien. Por eso es que también hoy lo tengo conmigo. Lo tuve el lunes, martes, miércoles y jueves también.

De vez en cuando me fijo que tenga batería. En cuanto tiene dos rayitas en vez de tres lo pongo a cargar, no vaya a ser que justo cuando me llame se apague y no pueda atender la llamada.

Esas cosas me preocupan mucho. Por ejemplo, durante el día no tengo mayores inconvenientes, pero a la noche temo que, por estar dormida, mi celular suene y yo no lo escuche. Ayer, para irme a dormir le subí todos los volúmenes y lo dejé cargando apoyado en la mesita de luz, a pocos centímetros de mi cabeza. La ironía fue que me preocupé tanto que no pude pegar un ojo en toda la noche. Ahora estoy muy cansada, pero al menos me quedo tranquila porque sé que no me perdí el llamado.

Hoy a la mañana me puse muy contenta, pensé que sonaba. Ya estaba comenzando a preocuparme. Estaba en el subte, camino al trabajo. Tenía el celular en la mano pare recibir mejor señal. Había tanto ruido que no se escuchaba nada más que el estruendo del tren moviéndose por los túneles. Yo miraba fijo el teléfono por miedo a no escuchar la llamada. Me encontraba parada entre una baranda y un chico de unos veinte años. El chico traía puestos unos auriculares enormes. En un momento en el que me había distraído, fue él el que, sin siquiera quitarse el aparato de la cabeza me miró a los ojos y me dijo que me estaba sonado el celular. Miré mi teléfono, era cierto. La luz brillante en la caja negra estaba encendida y pequeñas lucecitas de colores formaron las palabras “número desconocido”.

La tristeza que me invadió cuando descubrí que era una llamada equivocada no tiene comparación. Al pobre chico lo miré con un odio injustificado, para después bajarme del subte, aunque aún no había llegado a destino.

Salí a la calle en Ángel Gallardo y caminé derecho hasta llegar a un parque. Ahí me senté frente al lago y esperé a que sonara. Se hizo de noche y sigo esperando.
Emilia Cappellini

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