El drama de la toma de la facultad se manifestó en diversos ámbitos a lo largo de estas semanas. En muy pocos casos, sin embargo, se cristalizó la tensión y se hicieron evidentes las divergencias como en el episodio de la mesa amarilla.
Fue un día martes, las noticias que teníamos de la toma era que ésta se había prolongado hasta el miércoles a la noche, cuando se efectuaría una nueva asamblea. Esa mañana yo había estado en casa con Denise desde temprano. Como no teníamos clase, nos juntamos a desayunar. A eso de las diez, como el día estaba lindo, partimos hacia Parque Centenario a tomar unos mates al sol.
Teníamos pocas cuadras de mi casa hasta el parque, pero nos desviamos para pasar por la facultad y verificar el estado de las clases. Llegamos sin esperanzas de que se hubiese regularizado la situación. Sólo llevamos el termo y el mate, nada de apuntes o biromes.
La primera entrada a la facultad estaba clausurada y cerrada con cadenas, lo cual confirmó nuestras sospechas acerca de la continuidad de la toma. En la otra entrada había varios chicos repartiendo volantes y esbozando oraciones informativas las cuales eludimos velozmente, ya que ya sabíamos a quién preguntarle las pocas dudas que nos quedaban.
El chico al que recurrimos es, como nosotras, estudiante de comunicación. Lo conocimos un día que no sabíamos si íbamos a tener una clase. Él amablemente ofreció darnos su celular para que le preguntáramos esa y cualquier otra duda que tuviésemos. Tomando su palabra al pie de la letra, ese día también le fuimos a preguntar, confiadas en que, como militante de una agrupación, estuviese más al tanto de la situación que nosotras.
Lo encontramos en el pasillo usual. Llegamos y le ofrecimos un mate, para luego disparar las preguntas que tanto debe haber contestado. Nos estaba hablando calmadamente, cuando de detrás de un armario de metal, uno de muchos atravesados en los pasillos, salió uno de sus compañeros de agrupación, cargando un balde de pintura y rezongando por lo bajo.
Este segundo personaje, indignado por nuestras preguntas, se limitó a rezongar por lo bajo respondiendo a todas nuestras inquietudes con la única frase “tienen que ir a la asamblea”. Así, apoyó el balde de pintura en el piso y con una brocha que llevaba consigo comenzó a pintar de amarillo una mesa que teníamos al costado.
La mesa era rectangular y grande. Un escritorio perfectamente normal hasta que las pinceladas amarillas la volvían tan furiosa como el rostro de su pintor. Con pocas pasadas, la mesa quedo irreconocible. No le había prestado demasiada atención, hasta que pasó una chica que preguntó “¿Reconstruiste la mesa?”
La situación edilicia siempre es un eje fundamental en las discusiones, pero me sorprendió que existiese la necesidad de reconstruir una mesa. Cuando les pregunté a los jóvenes qué había pasado, me explicaron que “alguien” se había subido y había saltado sobre la mesa hasta romperla. Les iba a preguntar cómo pintarla de amarillo la reparaba, pero me pareció que eso sería hablar de más. Entonces les pregunté quién había sido, cuando uno de los antes referidos como “alguien” pasó por al lado nuestro y rápidamente afirmó que, de hecho, nadie se había subido a la mesa, mucho menos saltado sobre la misma.
Con Denise nos miramos confundidas. La mesa era ahora motivo de una discusión política que desembocó en cada miembro de su respectivo partido hablando solo y pensando en que tiene la razón. Nosotras nos fuimos, pero la mesa sigue ahí, atrapada en medio de dos partidos políticos que pretenden pintarla de sus propios colores. Al igual que a la facultad.
Emilia Cappellini
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