sábado, 25 de septiembre de 2010

Locura o Realidad.

Al fin a salvo. El trabajo de todo el día tuvo sentido. Aunque estoy seguro acá en casa, todavía no sé lo que pasó. Pensé que los diarios estaban exagerando. Pero ahora sé que los diarios no mienten.

En mi cabeza también está todo nublado, que ironía.

Recuerdo que estaba, como siempre, parado en la esquina de Acoyte. Mi jefe me había ordenado que no me moviera de ahí hasta repartir todos los papelitos.

No me llevo bien con la gente, no me gusta mi trabajo. Las personas siempre se desubican. ¿Cuál es la necesidad de tocarme la mano cuando sólo tienen que agarrar el volante? Como la vieja del barbijo. Tan apurada iba la señora que me empujó de la baldosa en donde mi jefe me había dicho que me quedara. “Mocoso insolente” me dijo. Mocoso ¿Yo? Si la enferma era ella.

Yo creo que están todos enfermos: barbijos, bufandas, pañuelos, por todos lados. No es normal, nada de esto es normal.

El canillita que pasaba por la esquina tosía a cada paso. Me quiso vender un diario, que por supuesto no le agarré. Pero llegué a ver la foto de la primera plana: Mostraba fuego por todos lados, y el fuego nunca es bueno.

De cualquier forma el pibe se fue, aunque pensándolo bien quizás hubiese sido mejor que se quedara. Su presencia no era nada comparado a lo que vino después. Tras el llegó, cortando la calle, una procesión de cartoneros en caballos y carretas, también tirando de sus carritos de supermercado, que traían niños adentro. Se acercaron gritando como jinetes enfurecidos. Decían quién sabe qué, pedían por alguna cosa. No entendí que querían, pero pude sentir, conforme como se acercaban, cómo la suciedad se desprendía de sus cuerpos y liberaba al aire. Sus gritos me aturdían, pero no me podía ir, mi jefe había sido terminante. No sabía que hacer, entonces lo llame a Zaravia.

Hablamos un rato largo, no se lo escuchaba bien, tosía y se aclaraba la voz constantemente. Superé el asco de oírlo y le pregunté que hacer ya que estaba paralizado. Sus recomendaciones fueron las de siempre: tranquilizate, andate a casa y tomá la medicación. No terminamos de hablar, sus ataques de tos lo interrumpían. Zaravia estaba enfermo, como todos en la ciudad.

Después de la charla tiré los volantes, ya no me importaba perder mi trabajo, debía mantenerme lejos de todos los infectados.

Recién cuando llegué a casa pude respirar tranquilo. Cerré la puerta con llave y fui hasta el baño a buscar las pastillas. Lo que siguió fue horrible, la medicación se había terminado. Sabía que tenía que salir a buscar más, pero ni loco volvía a arriesgarme a estar ahí afuera. Es más, no sabía cuándo volvería al exterior. Tenía que organizarme y crear un refugio seguro.

Lo primero que hice fue investigar qué era exactamente lo que estaba pasando. Lo busqué en Internet, tipié los síntomas. Epidemia, fuego, jinetes. Los resultados fueron concretos: se acercaba el final y parecía que yo era el único que se había dado cuenta.

Me desanimé, pero no iba a rendirme. Desenchufé la computadora, eliminé mis contactos con el exterior. Saqué todas mis toallas y frazadas y las usé para tapar las hendijas de puertas y ventanas. Para mayor seguridad lavé el piso con lavandina, pero cuando creí estar a salvo recordé que yo mismo había estado en contacto con gente enferma. Me deshice de mi ropa, que dejé en un cuarto al que determine clausurado. Me metí en la ducha y refregué mi piel hasta sentirla limpia de nuevo.

Ahora venía la parte difícil. Con mis enrojecidas manos comencé a racionar la comida que tenía para asegurar la supervivencia. Clasifiqué, etiqueté y separé cada alimento que había en mi poder. Luego de eso, no había más para hacer. Apagué las luces, que ya no hacían falta, y me dispuse a esperar.

Al fin a salvo. El trabajo de todo el día tuvo sentido. No sé que está pasando, yo hice lo que pude. Es temprano como para que oscurezca así. Me acerco a la ventana para espiar entre las tablas de madera que he clavado. El humo envuelve a los edificios de Buenos Aires. Afuera la gente tose y por fin se va a sus casas. Me pregunto si quedarán sobrevivientes. Rápido, un olor rancio que se cuela por el marco de la ventana me hace entender que no, ni siquiera yo sobreviviré a esto. Todo esfuerzo es vano. Lento muevo mis brazos entumecidos del miedo y con un mínimo esfuerzo remuevo las maderas. Abro la ventana de par en par, dejando que el humo me envuelva a mí también. Miro hacia abajo, las calles están casi vacías. La gente ha escapado, pero yo, si no puedo controlar mi vida al menos controlaré mi muerte.

Emilia Cappellini, Soledad Salazar, Enrique Capdevielle, Martín Ríos, Dolores Díaz de Maura.

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