lunes, 27 de septiembre de 2010

Miedo

Tengo la suerte de poder afirmar que en mi infancia el miedo no fue un sentimiento recurrente. Pero por supuesto, como todas las personas (porque el miedo forma parte de ser humano), lo he sentido. Sin embargo, la primera imagen que surge al tratar de invocar tan angustioso sentimiento no es tal vez la más obvia, de los robos que tuve que vivir en mi propia casa; sino otra, que ni siquiera tuvo que ver conmigo directamente: el fuego.

No recuerdo mi edad exacta, pero la estimo en 6 o 7 años. Era muy común que mi familia pasara los domingos en el departamento de mis abuelos paternos, en la Avenida Libertador. También era muy común que a la tarde subiera a la terraza, acompañada de algún mayor, para asomarme y ver los árboles desde arriba. Una tarde de domingo me encontró en esa misma terraza, como tantas otras, pero esta vez recuerdo notar algo extraño, un olor intenso que llamó mi atención y me hizo volver la mirada hacia arriba y ver con asombro el cielo manchado de negro. Recuerdo preguntarle a quien sea que haya estado conmigo en ese momento qué era esa nube de humo oscuro, espeso, interminable; por qué estaba ahí. Me contestaron que se trataba de un incendio.

Nunca había visto un incendio antes, por lo que la situación me llenó de curiosidad, y bajé corriendo desde la terraza hasta el departamento, y les avisé a todos lo que ocurría. Momentos después escuchamos el fuerte sonido de una sirena que se acercaba, y me dijeron que se trataba de los bomberos. Mi curiosidad ya no podía ser mayor, por lo que salimos todos del edificio para ver dónde estaba el dichoso incendio.

Como dije, nunca había visto un incendio antes. Mis ojos se abrieron como platos cuando llegamos a la vereda de enfrente de la casa de una de las calles aledañas, que estaba envuelta en humo negro. Algunas llamas salían de las ventanas y la casa entera irradiaba un calor amenazante que hacía que uno se mantuviera alejado. El camión de los bomberos cortaba la calle y ya se encontraban trabajando. Mi papá o mi mamá me tenía en brazos, en medio de un grupo de vecinos curiosos, y yo miraba y no dejaba de mirar, y recuerdo la angustia que me produjo ver el humo, el fuego, la madera que crujía. Pero no estaba angustiada por las personas, dinero o elementos valiosos que pudieran correr peligro, no. Me preocupaba lo que pudiera pasarle al jardín, a las plantas, pobrecitas, que no se quemen y recuerdo desear que se plantaran más árboles para que limpiaran el cielo de todo el humo feo que salía. Y que por favor no le pasara nada a los árboles.

Finalmente nos fuimos, y luego nos enteramos de que nadie había salido herido y que habían tardado unas horas en apagar el fuego por completo. Aún no encuentro explicaciones racionales que respondan al por qué de mi angustia en ese momento; sólo sé que durante muchos meses, cada vez que me quedaba a dormir en lo de mi abuela, soñaba con ascensores en llamas.

Todavía no se qué fue del jardín de la casa. O de los árboles.


Camila Verdugo

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