Aún hoy en día me es bastante complicado explicar, puesto que todavía no puedo entender, qué pasa con éste al que llamo mi hermano. Creo que el problema fue que, desde chico, la idea nunca coincidió con la realidad. Ahora, de grande, tampoco lo hace. Mi hermano, para mí, debía ser un héroe. Como me lleva diez años, siempre fue casi un metro más alto. Sus brazos, oscurecidos por el pelo que tenían, eran grandes y musculosos. Al principio, cuando yo tenía 3 o 4 años, eran los brazos de un Dios que jugaba conmigo desde fuera de mi cama. Luego fueron los brazos de un verdugo que me torturaba haciéndome cosquillas. Lo último que recuerdo fueron los brazos de un extraño, brazos que no abrazaban ni atacaban.
A mis 10 años Pedro tenía ya diecisiete, pero parecía más grande. Lo veía muy de vez en cuando. En casa, ya nos habíamos acostumbrado a sus ausencias. De cualquier forma, cuando sí estaba era lo mismo. Era un chico calladísimo, que se la pasaba encerrado en su habitación. Conservaba todavía sus muñecos de la infancia. Creo entender el placer de contemplarlos, sospecho que lo hacía por horas detrás de la puerta cerrada. Admito que aún resiento el no dejármelos tocar.
Los vecinos constantemente decían “tu hermano tiene la costumbre de vagar” y seguían con esas frases de barrio que encierran miedo e insultos. “Agarra lo que quiere, hace lo que quiere”. Ellos pensaban que se debía a parecer tanto más grande de lo que en realidad se era. Viéndolo desde fuera, tiene su lógica. Un chico que parece ser más grande no debe comprender bien sus límites. Yo creo que eran bien claros, así como el hecho de que ser menor salva a los chicos de castigos severos. A esa edad sólo te castigan tus padres.
La última vez que yo supe algo fue aquel día en que llegaron dos policías a casa. Estaba jugando con los jueguitos en el living, siempre me perdía en la satisfacción de matar a los malos. Esa tarde estaba perdiendo contra un alien violeta cuando vi a mamá correr desde la cocina hasta la puerta de calle. Mirá lo apurada que estaba que se llevó con ella un pote de dulce de leche que estaba usando.
Los dos hombres estaban vestidos de azul. El pelo lo tenían lleno de gel, los zapatos negros y brillantes. Mi imaginación vagó. No eran como los policías que habían venido las otras veces, trayendo las típicas noticias de Pedro. Esos eran comunes, con el chaleco negro que los engordaba y la cabeza despeinada. Puse pausa y los miré de frente. Entendí por una mueca del más alto que le pedían a mamá que me fuera. Me fui tironeando del joystick, tirando toda la consola al suelo. Caminé por el pasillo hasta mi cuarto y me escondí tras la puerta. No podía no oír, era mí hermano el que estaba desaparecido. ¿Ellos qué sabían? ellos no sabían nada. Todas las veces que no aparecía, ellos nunca sabían nada.
Los escuché hablar como por media hora, había habido un robo. Me contuve de salir cuando hicieron llorar a mamá. Esperé lo suficiente como para saber el qué, el quién y el dónde.
Haciéndome el tonto salí del cuarto y me metí en el baño. De ahí escuché todo. Habían robado la Casa de la Provincia. “Pedro robó a los ciudadanos” dijeron muchas veces. Mamá lloraba, le preguntaban una y otra vez por su hijo. Ella no sabía que contestarles. Él no estaba y ella tampoco no sabía donde estaba la maldita bandera de la Casa de la Provincia. Esa fue la primera y última vez que escuche a mamá decir “malas palabras”.
Después de eso los hombres se fueron. Hubo algún que otro portazo esa tarde. Yo me encerré en el cuarto, ya no quería escuchar nada más. Ya sabía qué, ya sabía quién y ya sabía dónde. Pero aún hoy, te repito, no llego a entender por qué.
Esa noche salí del cuarto para comer, pero se habían olvidado de preparar la cena. Esquivé el living donde estaban mamá y papá hablando y me hice una chocolatada en la cocina. Escuché de nuevo que se echaban la culpa, pensé en decirles que no era suya, pero no lo hice. Ya sabía que a los 10 años nadie te escucha.
Luego decidí ayudar a la policía recorriendo la casa, para eso esperaría a que los demás se fueran a dormir. Los dos señores no habían buscado en los cuartos. Siempre que venía la policía a preguntar por Pedro, luego quería pasar a los cuartos, pero mamá los paraba con cara de enojada y reclamaba un papel. “Sin papeles no pasan” les decía. Cuanta razón tenía mamá.
Más entrada la noche, con miedo y entusiasmo, recorrí el living, el comedor, la cocina, el cuarto de mamá y papá y por último el cuarto del desaparecido. Entré despacio y tanteé en la pared hasta encontrar el switch de la luz. Cuando ésta se prendió, vi como muchísimas cosas y cositas llenaban las paredes. Se me dobló el cuello intentando ver los estantes más altos, que estaban cubiertos de muñequitos. Nunca los había visto, ya que no me dejaban entrar a esa pieza. Mamá me decía que no entre porque “Pedro te echa a patadas”. Tampoco quería que entrara porque cuando lo hacía estornudaba muchísimo por el polvo que se juntaba. “Juguetes, cientos de juguetes” decía enojadísima “te vas durante días, decís que sos grande y seguís juntando juguetes”. De eso me acuerdo bien.
Para mí fue esa idea, que los chicos no hacen más que jugar con juguetes, que no piensan, que no crean y que se tienen que ir cuando los grandes hablan lo que no la dejó ver más allá de los muñequitos de plástico de las repisas.
No te voy a mentir, esa noche yo quería jugar, pero mi misión era otra. Miré las figuritas callado. Eran siete los estantes de la pared del cuarto. Arriba de cada uno había como treinta cosas, todas distintas. Me sorprendí también porque estaban todas alineadas. No entendí cómo estaban todas tan limpias. Pensé que mamá se quejaba de un polvo invisible, capaz que, en realidad no quería que yo también jugara. Tal vez lo que me haría estornudar era el viento que entraba por la ventana del fondo, siempre abierta.
Al final levanté un Power Ranger rojo y me desquité de todos los años de no poder usarlos por miedo a la alergia. Era realmente asombroso como ese era el cuarto que menos se llenaba de polvo. Era raro, como con una ventana abierta no había suciedad, pensé en que tal vez la ventana permitía la entrada para jugar y para limpiar la colección. Levanté la mirada y reconocí varias cosas. Cosas que habían faltado de lugares, acusaciones nunca resueltas. Entendí que los vecinos tenían razón.
Esa noche esperé sentadito en una esquina de la habitación. La ansiedad no dejó que me durmiera, aunque estaba cansado porqué en esa época me acostaba temprano. Casi me duermo apoyando sobre un oso de peluche gigante cuando una sombra se metió por la ventana. Me acordé de todos mis videojuegos, pero ahora no tenía ningún arma. Pronto vi como un círculo de luz recorría los estantes uno por uno, juguete por juguete. El redondel iluminado se detuvo en un espacio vacío imprevisto. Te escuché ahogar un grito.
Esa fue la última noche que hablamos. ¿Te acordás? La verdad que yo no me acuerdo bien, fue hace tantos años. Recuerdo como me sentí el superhéroe más cobarde hablándote desde mi rincón. Fue mucho para mí, yo era un chico nomás. Te dije que tenía la que faltaba, te la ofrecí a cambio de que dejaras de robar. Intenté entender ese absurdo.
Ahora que te veo del otro lado de este vidrio, encerrado entre cuatro paredes, entiendo que hice mal. Esa noche te fuiste y seguiste robando todos estos años. No entiendo que pasa con vos, nunca pude entender el por qué, pero al menos ahora puedo entender que no vas a poder volver a casa.
Emilia Cappellini.
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