lunes, 27 de septiembre de 2010

Al filo

Era una hermosa tarde de principios de septiembre, en esa época del año en que los rayos del sol comienzan a dar batalla al frío del invierno. Eva estaba terminando de secar los platos, lo que significaba que sus tareas del día habían terminado. No era necesario preparar la cena hoy, puesto que su marido se encontraba de viaje, y los chicos volverían tarde de la Universidad.

Estaba de muy buen humor. No había tenido que soportar largas colas en el mercado, la lluvia que había estado cayendo sin piedad desde la semana pasada había cedido, y la novela del mediodía había presentado un desenlace impresionante. Además, la tarde era ideal para acurrucarse con un libro en el sillón del living y darle un cierre perfecto a un día igualmente perfecto.

Hacía media hora que Eva estaba leyendo, y se encontraba totalmente compenetrada cuando tres fuertes chirridos del timbre la hicieron saltar del asiento. Molesta por la interrupción, y teniendo en cuenta que no estaba esperando a nadie, decidió tomarse su tiempo, y lentamente señaló la página que estaba leyendo, se calzó los zapatos y salió del living. Pero al llegar a la puerta, descubrió que no había nadie del otro lado. Decidió que no debía ser nada de importancia, puesto que de otro modo, la persona se hubiera quedado, o insistido.

Al día siguiente, mientras zurcía una camisa de su marido, volvieron a oírse los tres timbrados. Eva se dirigió hacia la puerta y por la mirilla divisó a un joven desconocido, de aspecto pulcro, si bien algo excesivamente prolijo, como una de esas personas obsesionadas con el orden. Aquel hombre le resultó levemente familiar, aunque no podía decir con exactitud si realmente lo había visto antes o no. Se disponía a abrir la puerta cuando el hombre se volvió a un lado, y Eva pudo ver, atemorizada, que tenía un cuchillo en sus manos. Inmediatamente se apartó de la puerta y fue corriendo hacia el living, donde se sentó en el sillón, presa de un temor intenso. ¿Qué podría llegar a querer de ella un hombre así? ¿Quería robarle? ¿secuestrarla? O tal vez, tal vez, estaba buscándola. Si no, no hubiera ido a su casa dos veces seguidas, y a la misma hora, incluso. Seguro que sabía que se encontraba sola, que su marido volvería tarde, que sus hijos se encontraban en la Universidad, y que su vida ahora era tranquila, que se encontraba indefensa. Lentamente se dirigió hacia la ventana del living, desde donde se puede ver la puerta de calle, y vio aliviada que el hombre ya no se encontraba allí.

Esa noche no le contó nada a su familia. Decidió que no valía la pena preocuparlos y durmió tranquila, convencida de que sólo estaba paranoica porque los tres timbrados le traían malos recuerdos. No había motivos para que hubiera una conexión, ya que, ¿a quién se le ocurriría buscarla aquí, de entre todos los lugares en el mundo?

Sin embargo, al día siguiente, Eva comenzó a sospechar. Durante el almuerzo, sus hijos le informaron que habían sido los ganadores de un viaje de estudios a Estados Unidos. Su alegría era inmensa, ya que la posibilidad de obtener la beca para el viaje era muy pequeña, y más aún que ambos la hubieran ganado. Eva disimuló su sorpresa con una sonrisa maternal. Al fin y al cabo, no era una mujer que creyera en las casualidades; una vida de inventar coincidencias y vueltas del destino la había hecho creyente devota de que todo, absolutamente todo, ocurre por una razón. Sus hijos partirían al día siguiente. Al parecer, un imprevisto había surgido con los pasajes, y el vuelo tuvo que ser adelantado. No tuvo más remedio que dejarlos ir.

Los tres timbrados volvieron al sonar al día siguiente, y Eva Miller empezaba a encontrar la situación extrañamente familiar. Un déjà vu que la tenía paralizada y le impedía pensar con claridad. Nuevamente, no atendió el llamado.

Cuando su esposo volvió a casa esa noche le informó que un negocio imprevisto había surgido en otra ciudad, y que debía viajar allí urgentemente. No supo explicarle bien de qué trataba el negocio, porque aparentemente ni él mismo sabía todos los detalles; sólo que era urgente y que una gran cantidad de dinero estaba involucrada. Cuando se quedó sola en la cama a la mañana siguiente, Eva Miller abrazó sus rodillas, y sintiéndose indefensa, lloró.

Los días pasaban y Eva recibía noticias de su esposo e hijos. Cuando le preguntaban cómo estaba, ella decía que nada nuevo había ocurrido, que seguía yendo al club a tomar el té con sus amigas todos los miércoles. Nada les contaba acerca del hombre que, persistentemente todos los días a las seis de la tarde llamaba a su puerta, con un cuchillo en la mano. A veces se iba rápidamente, como si algo lo apurara. Otras veces, se quedaba un tiempo contemplando la casa, como buscando algo en especial. En una oportunidad especialmente alarmante, Eva Miller lo vio estirarse, como cansado, mirando a un lado y luego al otro. Un auto pasó a buscarlo inmediatamente. Lo que había presenciado la dejó presa de un ataque histérico. Sólo ella y Kaz sabían lo que esa secuencia significaba. No le quedaría más que una semana.

Eva Miller no dormía, y cuando lo hacía, soñaba con amenazas, planes, secuestros y torturas. Con un mayordomo defendiendo las pertenencias de su ama. Con un collar de esmeraldas y un cuchillo de mango azul. Soñaba con Alaska, y soñaba con Kaz, y todo lo que eso implicaba.

Una semana había transcurrido desde el primer episodio, y ella no había abandonado la casa. La incertidumbre la aquejaba y le oprimía el pecho. No encontraba explicaciones a lo que estaba pasando; había tomado todos los recaudos posibles para no ser molestada nunca más. Se había esfumado como sólo ella sabía hacerlo, ya nada quedaba de si antigua vida, sólo el collar. Si ese hombre lo sabía, si había venido a buscarla con la esperanza de que cediera a la presión, ella no sería quien le daría el gusto. Amaba a su nueva familia y no iba a permitir que ni él ni nadie le quitara la vida soñada en las montañas que con tanto esfuerzo había logrado conseguir. Iba a ponerle un fin a todo esto, porque al fin y al cabo, si había podido hacerlo una vez, ¿por qué no una segunda?

Al día siguiente, Eva Miller había tomado su decisión. Esperó resuelta, sentada en el living, a que el hombre llegara. Pero pasaron diez, quince, treinta minutos. Luego una, dos, tres horas, y el timbre no sonaba; el hombre no daba señal alguna. Cuando ya había oscurecido, Eva Miller comenzó a reírse de su propia estupidez. ¿Cómo podría haber sido tan tonta? Nadie podría haberla seguido hasta este país tan lejano. Abrió la puerta de calle y salió entre carcajadas, como burlándose de ella misma y desafiando las circunstancias. La calle estaba desierta.

Se decidió a entrar nuevamente a la casa, para retomar su lectura de la semana pasada. Tal vez, en esta vida, las coincidencias eran realmente coincidencias. Nada tenía que estar condicionándolas. Pero antes de entrar nuevamente advirtió que había correspondencia en el buzón. Lo abrió y vio, con pavor, su propio cuchillo mango azul, el mismo que había utilizado en contra de ese joven mayordomo tantos años atrás, el mismo cuchillo que en ese mismo instante estaba sellando su destino. Estaba segura, no había error. Al fin y al cabo, ¿cuántas veces había puesto ella cuchillos en buzones, como para no estar consciente de su significado? Al amanecer del día siguiente, la banda la secuestraría, torturaría, y luego compartiría la misma suerte que muchos otros, que también habían cometido el error de desafiar a esas personas, pensando que se saldrían con la suya. Pero Eva no iba a darles esa satisfacción. No iba a dejar que se burlaran de ella mientras le hacían sólo Dios sabía qué. Sacando su revólver del bolsillo de su delantal de cocina, se lo puso en la sien y con la satisfacción de que nuevamente había frustrado los planes de la banda, apretó el gatillo.

El collar de esmeraldas alrededor de su cuello quedó cubierto de sangre una vez más, al igual que la nota detrás del buzón, que decía: Señora, estuve pasando todos los días luego del trabajo, pero no encontré a nadie. Quería devolverle el cuchillo de cocina que sus hijos me prestaron el fin de semana pasado. Se lo dejo en el buzón, a la espera de que lo encuentre. Saludos, Esteban.


Camila Verdugo

No hay comentarios:

Publicar un comentario