miércoles, 9 de junio de 2010

Un nosotros que no es nuestro

Vidrio pintado, arena fundida, botella soplada… las casas están llenas de eso. Antes los tenían los indios y momentos antes de que ellos los tuvieran, los habían tenido los colonos. A sus espaldas, a mis espaldas, a tus espaldas hay espejos. Espejos que reflejan nuestras espaldas: espejos y reflejos.

Los espejos nos reflejan, lo hacen por sí solos. Nosotros podemos querer que dejen de hacerlo, pero los espejos nos continuarán reflejando. ¿Cuántas veces un sujeto desea no ver su propio rostro? ¿Quién no ha querido no tener que enfrentarse a sí mismo? Pero siempre se hallará ahí, mirándolo de frente, ese usted al cual usted seguramente evadía. Ese ser feo, de mirada taciturna y cabellos alborotados. Él no es usted, es decir, él sí es usted, pero un usted que no podrá hacer desaparecer. Uno puede correr más rápido, pero en cada superficie espejada el reflejo ya lo espera de antemano. Uno puede irse o regresar, pero en los dos momentos el espejo estará allí, siendo ese nosotros que no es nuestro, el nosotros que no controlamos y nunca dejamos atrás.

Mucha gente es fanática de los espejos, llenan su casa de ellos y, en cada oportunidad que tienen, los miran con muchísima atención. Buscan en su otro yo su propia compañía ya que, estos seres se gustan tanto, que no se bastan por sí solos. Para sí, dos de ellos son mejores que uno.

En cambio, para la mayoría, ese yo que no nos pertenece, es insoportable, he ahí la razón por la cual muchas personas evitan mirarse en el espejo y hasta algunos lo aborrezcan. Pero ese espejo no es repugnante porque nos muestre a nosotros mismos feos o despeinados físicamente, sino porque nos muestra al nosotros que no poseemos, que es, de hecho, todo lo contrario a lo que sí tenemos. Literalmente, todo lo que está a la derecha estará en el espejo a la izquierda y lo que era antes la izquierda es ahora derecha. Es un nosotros sin nosotros. Un yo que puede existir sin mí, ya que nunca sabré si existe luego de mi presencia. Hasta donde yo sé, el espejo siempre me refleja. Presumimos que no nos refleja en nuestra ausencia, pero, si no estamos allí en primer momento, no podemos realmente estar seguros de esto.

Podemos suponer entonces, que existe por sí solo. Nada nos demuestra lo contrario. Somos nosotros, es indudable: son nuestros ojos los que nos miran del otro lado. Pero a veces ese nosotros toma vida propia y, sin pedirnos permiso, puede mutar.

Por ejemplo, si como resultado del afán de ingresar a ese universo tan igual y tan opuesto, embestimos contra el espejo (contra nosotros) este se rompe en pedazos (rompiéndonos en pedazos). Pero cuando el espejo se rompe no se anula (al igual que no lo hacen las personas). No es posible un final tan sencillo a la persecución. Es más, si desobedecemos las reglas de la superstición y nos miramos en el espejo roto, veremos que ya no somos sólo dos, sino muchos. Y si fuéramos más lejos y enfrentáramos dos trozos de espejo, seríamos infinitos.

En esta última situación, somos varias veces, somos y no somos nosotros mismos simultáneamente. Esto genera el temor a lo desconocido que decanta en las supersticiones acerca de los espejos, que es el temor ante nosotros mismos y ante ese nosotros que no es nuestro.

Para no tener siete años de mala suerte, hay que mojar al espejo y taparlo con una tela para luego tirarlo. Así se vence el temor, porque cubriendo el espejo es imposible ver a ese otro nosotros. El miedo termina cuando encerramos al espejo en una prisión de sombras. Pero no hay que olvidar, que aunque eliminamos el miedo tapando a ese otro yo que nos acompañaba, aumentamos, asimismo, nuestra soledad ya que, al fin y al cabo, nos hemos cubierto de oscuridad también.

CAPPELLINI, Emilia

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