lunes, 7 de junio de 2010

En el pasillo

Cualquier niño en su lugar podría haber visto en aquellas sombras una garra amenazadora, los colmillos de algún monstruo, o algún otro peligro. Lucía solo veía ramas. Simples ramas que golpeaban contra su ventana, proyectando sus sombras en la blanca pared de su dormitorio. Había mucho viento y el árbol plantado hacía años en su jardín trasero se movía incesante, golpeando el vidrio de su ventana.

Lucía tenía nueve años, y esa noche sufría de insomnio. Sabía que tendría que dormirse rápido, si es que no quería vérselas con su mamá cuando sonara el despertador para ir al colegio. Pero hacía mucho frío y le dieron ganas de ir al baño. Se debatía entre ir o quedarse en la comodidad de su cama, al abrigo de las varias mantas que la cubrían. Después de pensarlo bien, decidió que si no iba al baño, no se iba a poder dormir. Salió de la cama lentamente para acostumbrarse al frío, tanteó el suelo en busca de sus alpargatas y, no bien se las calzó, emprendió su viaje hacia el baño. Para llegar a su destino, debía atravesar un largo pasillo que estaba lleno de objetos. Pero eso no era un problema para Lucía, quien era capaz de recorrerlo con los ojos vendados, por lo que ni siquiera se molestó en prender la luz.

En el pasillo estaba la enorme biblioteca familiar. En ella se reunían los libros que el tiempo y el destino habían guiado hasta su casa. Los primeros estantes estaban repletos de libros fantásticos, esos que su mamá le leía a sus hermanitos antes de ir a dormir. A Lucía ya no le gustaban esos libros, prefería algo más real. La pared enfrentada a la biblioteca estaba cubierta de recuerdos de los viajes que había hecho con sus papás. Había una máscara azteca, platos y tejidos aborígenes, e incluso un tapiz japonés hecho por una anciana oriunda de aquel país. A la niña tampoco le gustaba aquello, porque no le gustaba viajar.

Cuando Lucía llegó al baño, se dio cuenta de que en verdad, no tenía ganas de ir. Exasperada y molesta porque un reflejo provocado por el frío la hubiese levantado de su cama, salió del baño decidida a dormirse al fin. No bien cruzó la puerta, la mente se le puso en blanco. La oscuridad de aquella noche había hecho del pasillo un agujero negro e infinito, detalle que no había notado en el viaje de ida. Como el interruptor de la luz se encontraba al lado de la puerta de su cuarto, no le quedó más alternativa que internarse en la oscuridad. El miedo que sintió al ver la negrura, había desaparecido. También había desaparecido su mano, la cual alzó para guiarse. Y sus pies, que intentó mirar para no llevarse algo por delante. Se quedó parada un instante mirando hacia donde, se suponía,

debía estar su cuerpo. La oscuridad era tan grande que pensó que se la había tragado junto con el pasillo, los libros, y los recuerdos. Se acordó de que había una ventana en ese pasillo, por la cual debería entrar la luz de la luna y la calle, como lo hacía todas las noches, como había sido cuando se dirigió al baño en un principio. Pero no había luz, ni luna. Había nada, una pantalla negra que tapaba todo.

Lucía comenzó a caminar a ciegas, tanteando el aire con sus brazos en busca de una pared. De repente vio una pequeñísima luz a lo lejos, en lo más negro de la negrura que la rodeaba. Caminó hacia ella. A medida que se acercaba, la lucecita se iba dividiendo en dos. Caminó y caminó. ¿Era tan largo el pasillo? Recordaba que lo era un poco, pero no tanto. La pequeña lucecita, ahora eran dos pequeñas lucecitas. Se agrandaban con cada paso que daba. Cuando vio claramente lo que eran, oyó una voz.

- No entiendo porque nunca viene. ¿Será que no nos quiere ver? Yo creía que faltaban años para que no nos quisiera ver.

Lucía vio que los pequeños ojos que flotaban en la nada, parecían tristes.

- No sean ansioso, pequeño amigo.

Mientras tanto podes charlar conmigo.

- ¡Yo no quiero charlar, quiero jugar, quiero que desaparezca todo lo negro! ¿Cuánto más hay que esperar?

- Negro parece, pero negro no es.

Quizá falta menos de lo que vos creés.

No sabía por qué. Pero el tono grave y la forma de hablar de la segunda voz la irritaban. Ya sin entender nada, se dirigió al par de ojos.

- ¿Quiénes son y dónde estamos?

Los ojos se cerraron y el mundo desapareció. Lucía también cerró sus ojos, por instinto. Cuando los abrió se quedó atónita. Estaba parada en el centro exacto del pasillo, pero no era SU pasillo. Éste era verde, no había biblioteca ni recuerdos. No tenía puertas ni ventanas. Lo único que había era un búho y un gato.

- ¿Vos sos Lucía Calderón,

la niña carente de imaginación?

Verte por acá es interesante,

no solemos tener visitantes.

Definitivamente esa cosa, que ahora tenía la forma de un gato negro, le ponía los pelos de punta.

- Sí, soy yo. Y vos debés ser un gato muy pedante, que habla en rimas para hacerse el interesante- dijo desafiándolo.

El búho, de color rojizo, miraba al gato y a la niña, con los ojos como platos.

- ¡Estás acá, no lo puedo creer! La última vez que te vi tenías unos cinco añitos. Ahora estas tan grande… ¿A qué querés jugar?

- ¿Jugar? ¿Por dónde se sale de este sueño?

- Quizá no estés lejos, pero un sueño no es.

Podría ser en uno, cuando nos veamos la próxima vez.

El búho comenzó a reírse a carcajadas, haciendo eco con su risa en el pasillo desnudo.

- ¡No te rías más! Decime cómo despertarme, quiero irme.

- Yo no quiero que te vayas, quiero que juguemos todo el día, todos los días. Pero si tan segura estás de que esto es un sueño, siempre podes pellizcarte. Si duele, estás despierta. Si no duele, estás dormida.

Lucía se pellizcó la mano con fuerza, cerrando los ojos. El dolor fue inmediato. Cuando abrió los ojos, seguía parada en el mismo lugar. Siguió intentando despertarse empleando una serie de pellizcos, cada vez más desesperados y dolorosos, en cada parte de su cuerpo.

- Sigo acá. ¿Y si estoy soñando que me duele?

- En los sueños, me han dicho,

nada duele, ni siquiera un pellizco.

- ¡Calláte gato! Y no creas en todo lo que te dicen. Estoy segura de que estoy soñando. Y como es mi sueño puedo hacer lo que quiera. Como hacer aparecer una puerta para poder irme de acá.

Lucía le dio la espalda a sus particulares acompañantes, y se cruzó de brazos para demostrar lo enojada que estaba. Enseguida los bajó de vuelta, pues de la nada había aparecido una puerta blanca frente a sus ojos. Se acercó con desconfianza. La puerta estaba justo en el lugar donde solía estar la ventana del pasillo de su casa, frente a la biblioteca.

- ¡Bravo, muy bien!

Lucía se dio vuelta para preguntarle al búho qué festejaba. Pero no hizo falta, enseguida vio la enorme y vacía biblioteca roja que cubría por entero la pared. La situación ya se pasaba de rara, y la niña solo quería irse. Así que centró toda su atención en la puerta blanca. Pensó que lo más probable era que estuviese cerrada con llave, como toda puerta misteriosa, pero que igualmente valía la pena intentar abrirla. Tomó el frío picaporte con ambas manos, lo giró, y tiró de la puerta. Como imaginaba, estaba cerrada.

- Díganme, ¿de dónde se supone que saque yo una llave?

- No tenés más que inspeccionar,

si una llave querés encontrar.

- ¿Qué?

- Quiso decir que la busques ahí.

El búho señalaba la biblioteca, y Lucía se acercó a ella. Se dio cuenta de que en el primer estante había una pequeña llavecita de metal, la cual no había visto antes. La tomó sin preguntar y se dispuso a abrir la puerta.

- ¿Estás segura de que querés entrar ahí?

- Sí, la verdad es que me muero de curiosidad por saber qué hay del otro lado.

- ¿Curiosidad por lo que puedas hallar?

¿Acaso vos no te querías despertar?

- ¡Calláte gato! – el búho y la niña le gritaron al unísono.

Lucía giró la llave en la cerradura, y abrió la puerta de un golpe. Fue tan rápido, que al principio creyó que se había quedado ciega, pero pronto se dio cuenta de que al otro lado de la puerta, había mucha luz. Estaba en el patio de su casa, pero no era el patio de su casa. Se sorprendió al descubrir que en “ese” patio, había un montón de cosas más que en el suyo. Pudo ver que había un conejo blanco corriendo por todos lados, una casa hecha de dulces, un lobo feroz disfrazado de abuelita, un zapatito de cristal, varios enanos (los contó y eran siete), y un montón de cosas más que ella conocía, pero que hasta ese momento no recordaba.

- ¡Cuentos, son cosas de cuentos! Ahí está el conejo de Alicia. Miren, ¿esa es la Bella?, ¿sigue durmiendo…? ¿Dónde estoy?

- ¿Todavía no te diste cuenta, Lucía? – le dijo el búho.

La niña lo miró y negó con la cabeza, la cual estaba llena de rulos rojos, como siempre imaginó que le quedarían mejor.

- El lugar en el que estás, vos lo creaste.

En tu linda cabecita, todo esto imaginaste.

Por primera vez, las rimas del gato no le molestaron. Se quedó viendo el mundo fantástico que la rodeaba.

- Estás en tu imaginación. Todo lo que ves lo creaste años atrás. Quedó todo atrapado acá desde la última vez que viniste, cuando eras aún más pequeña de lo que sos ahora, cuando tu mamá te leía cuentos, y vos los imaginabas.

Las palabras del búho tenían sentido, Lucía recordaba todo aquello. Miró a los enanitos, al gato, al búho, y sonrió.

Esa noche Lucía recuperó su imaginación. A partir de ese momento, las ramas haciendo sombras en su cuarto, dejaron de ser simples ramas, pasando a ser extraordinarias cosas, que desembocaban en fantásticas aventuras, protagonizadas, casi siempre, por un búho rojizo y un gato negro.


Soledad Salazar

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