jueves, 6 de mayo de 2010

Pánico nocturno

Por: Dolores Díaz de Maura


Era el 23 de Septiembre del 2005, la primavera se presentaba con un sol radiante y más de alguna flor buscaba asomar de su pimpollo.

Los chicos del noveno año de la escuela Nº 3 de Tierra del Fuego no dudaron un instante en festejar el fin del invierno y el tan próximo cierre del año. Así fue que, esa misma mañana, pasadas las 8:00, los 28 alumnos estaban agrupados en la estación del tren que los llevaría a lo que ellos consideraban “el mejor día de sus vidas”.

¿El plan? Irse de campamento. ¿El objetivo? Mezcla de diversión, descanso y una serie de momentos inolvidables para guardar en la memoria.

El clima estaba de su lado, la brisa primaveral que se asomaba, los empujaba a partir al campamento lo más rápido posible. Así fue que, sin muchos preámbulos, y tras los saludos correspondientes, se decidieron a cargar los bolsos y subirse al tren que los acercaría a la diversión segura.

Cuando todos los pasajeros estuvieron ubicados, el maquinista dio la orden y el tren arrancó, dejando atrás a más de algún familiar emocionado saludando insistentemente. Un conjunto de euforia y excitación invadió a los chicos tras sentir los primeros pasos del vehículo.

De pronto, una voz se escuchó del fondo. “¡Juan Pablo!” fue el grito que salió de una de las alumnas al ver, a través de la ventanilla, que uno de los preceptores quedaba en la estación de tren. Vanos fueron los pedidos al chofer de que frenara el coche. “Es imposible. Debo llegar a destino en horario, si freno y vuelvo perdería mucho tiempo”, esas fueron las palabras del maquinista. La euforia del principio se mezclaba con la angustia de saber que el preceptor más compinche no iría con ellos y que la excursión, por ende, no sería la misma.

Tras algunas horas, donde no faltaron ni las risas ni las siestas, el viaje llegó a su fin. Laguna Verde los estaba esperando.

Armar la carpa fue el primer reto. Y si bien tardaron su tiempo, más tarde o más temprano, cada uno de los grupos resolvió la tarea.

Así, entre algún partido de fútbol, charlas y unos abundantes fideos con salsa, llegó la noche y, con ella, el juego más esperado por todos: La búsqueda del tesoro. ¿El objetivo? Encontrar las pistas sonoras que llevarían al gran premio final.

“Uno, dos, tres, ¡AHORA!” fue la señal que indicaba que el juego estaba comenzando y, con éste, la emoción de todos por resolver el misterio.

Matías integraba el grupo 6. Su equipo, formado por sus mejores amigos, funcionaba a la perfección. Habían encontrado tres de los seis objetivos e iban en busca del cuarto. “Es en dirección al bosque, cerca del río” fueron las indicaciones de uno de los miembros del grupo, quien aseguraba estar convencido de lo que decía. Sin cuestionar, hacia allí se dirigieron.

Cuanto más se acercaban al lugar indicado, más se oscurecía el espacio. Cada nuevo paso era un árbol más que tapaba la luz de la luna. Los sonidos no tardaron en llegar, producto de algún pájaro que abandonaba su nido o de las ramas de los árboles que caían sin previo aviso. Definitivamente no era esto lo que venía a las mentes de los chicos cuando escuchaban esos ruidos. En momentos como este, la imaginación y el miedo pueden jugarle a uno una muy mala pasada.

A fuerza de voluntad, coraje y más de algún apretón de brazos, los chicos continuaron caminando en busca de la cuarta pista. Cuando los árboles hubieron tapado la escasa luz que venía del cielo, las dos linternas que tenían eran la única esperanza en medio de esa oscuridad. Sin embargo, el alivio duró poco. Matías había olvidado llevar las pilas de repuesto y las linternas no tardaron en apagarse. Ahora sí, todo era propicio para que el mejor viaje de sus vidas se transformara en la mayor pesadilla.

Para empeorar, aún más, la situación que estaban viviendo, el sonido que los guiaba al encuentro con el preceptor de pronto desapareció. Así estaban los cinco chicos, perdidos en el medio de la oscuridad sin saber para dónde ir y sin luz que los alumbrara.

Los abrazos no tardaron en llegar, seguidos de alguna que otra lágrima de las chicas y el intento de valentía de los “hombres del grupo”. Definitivamente, eso no era lo que esperaban de su viaje.

Cuando el miedo se transformaba en costumbre, decidieron caminar buscando una “salida”. De seguro, no fue la mejor opción. A pocos minutos de caminata, la figura de La Parca se les hizo presente y acabó con todas las esperanzas de salir vivos de ese lugar. ¿Qué hacer? ¿A dónde ir? Los chicos sólo atinaron a correr, correr sin importar lo que dejaban atrás ni lo que les esperaba delante.

Tras gritos desesperados llegaron al campamento y por más que intentaron explicar lo sucedido nadie les creyó ni una palabra.

Ya dentro de la carpa y apenas un poco más calmados intentaron convencerse de que quien se les había aparecido era alguno de los preceptores. Hipótesis que cayó por la borda al darse cuenta de que el único que no estaba rondando el campamento había quedado varado en la estación de tren.

A pocos minutos de comenzado el debate, la lluvia se hizo presente. Las gotas pegando sobre el techo de la carpa, junto con más de una rama, no ayudaban al temor, todavía latente, de los chicos. Los rostros se transformaban, el miedo volvía a aparecer. El viento ayudaba con su música y las sombras de los árboles se transformaban en temibles criaturas.

Cuando consideraron que ya no había más que hacer, Matías tomó valor y decidió salir a ver qué era lo que les provocaba tanto pánico y, grande fue su sorpresa al ver, nuevamente, a la figura de La Parca mirándolo fijamente. Así como hubo abierto la carpa, la volvió a cerrar, para informarles a sus amigos lo que acababa de ver.

Ya nada podía ser peor. Ese fue el pensamiento que tuvieron, cuando decidieron salir, enfrentar a ese sujeto y terminar con aquella pesadilla, aunque les costara caro.

Los hombres salieron primeros armados con las pocas cosas útiles que encontraron en la carpa para defenderse.

Tras correr aceleradamente durante largos minutos, lograron atrapar al causante del temor de esa noche. Cuando lo tuvieron entre sus manos, le quitaron la capucha que cubría su rostro y, una mezcla de sorpresa, odio y risas invadió sus rostros.

La persona que había logrado generarles tanto miedo, había sido nada más y nada menos que el tan amado preceptor que había quedado en la estación (o al menos eso era lo que ellos pensaban). Preceptor que, por cierto, seguramente dejaría de ser tan adorado.

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