jueves, 6 de mayo de 2010

Cuando lo pequeño asusta

Por: Enrique Capdevielle


Algunos de los recuerdos más antiguos que registra mi memoria son unos pequeños flashes, cortos pero bien vivos, que deben de tener poco más de dieciséis años de antigüedad. Nada mal para los diecinueve de mi persona. Eso quiere decir que los hechos acontecieron en el verano en el que yo cumplía tres años.

El relato que contaré a continuación no es muy largo ni muy original y puede parecer hasta tonto si no se tiene en cuenta mi edad en ese momento. A mucha gente le ha pasado de perderse en el supermercado de pequeño y luego recuerda ese hecho casi trivial como uno de los momentos más desesperantes de su vida.

Esto no fue exactamente en un supermercado. Fue en Bariloche en los alrededores del Lago Gutiérrez.

Al pensar en las nítidas imágenes que tengo de aquel día, me doy cuenta de que no hay ningún hecho significativo que se borre de nuestra memoria. Uno puede olvidar, y los sucesos se encierran en fuertes cajas de seguridad y luego se entierran en un profundo agujero dentro de la caverna mental. Pero en cuanto se puedan descifrar algunos obstáculos de la mente uno caerá en la cuenta de que todo sigue allí. Claro que hay particularidades en algunos hechos que ayudan a recordar.

Si hasta me acuerdo de lo que comimos aquel día. A la orilla del lago nos calentamos unas salchichas al fuego de unas ramas. Creo que nunca más volví a comer las salchichas así. ¿Quién puede acordarse de algo así? Nadie más que alguien con un motivo concreto. Ese motivo en este caso es el miedo.

El miedo es una de esas particularidades que ayudan a recordar. Los sucesos que están manchados de miedo ahora no se guardan en una caja de seguridad, sino que se exponen sobre un pedestal en el museo de los acontecimientos más importantes. Aunque sobre el pedestal no haya un hombre sobre un corcel, sino un niño sobre un caballito de madera. Pero esto último uno no lo sabe a menos que se lo digan.

Cuando nos estábamos por ir, mi padre preguntó si alguno quería “ir al baño” antes de volver. Nadie dijo nada. Yo no tenía ganas, pero cuando mi viejo dijo “bueno, yo sí, espérenme acá”, cambié de parecer debido al simple deseo que todo chico tiene de acompañar o imitar a su padre. Pero no reaccioné sino hasta que el hombre se había alejado. En ese momento, yo salí corriendo tras él pero evidentemente no me vio.

Yo lo seguía con la vista mientras se metía por detrás de una arboleda. Pero cual golpe inesperado por la retaguardia, todo dio vueltas y al llegar a la arboleda me encontré solo.

Nada por aquí, nadie por allá. Yo y los árboles.

No entendía. Miraba para donde según mis inexpertos cálculos tendría que haberse ido mi padre. Pero sólo había un alambrado debido al cual no era posible escabullirse rápidamente del lugar.

Mi desesperación iba en aumento. Llamaba a mi viejo y a mi familia. Pero nadie parecía escuchar. Luego de unos momentos, recurrí a la herramienta más poderosa que tiene un infante de esa edad. Llorar.

Curiosamente, no funcionó eso tampoco. O no inmediatamente. Me quedé en el lugar lamentándome. Quizás se irían sin mí, ese era mi mayor temor. “¡espérenme!” repetía a los gritos. Pero ya era muy difícil, las lágrimas me impedían ver con claridad y ya perdía las esperanzas.

Hasta que ocurrió lo que estuve esperando durante largo tiempo. Es la imagen más clara que tengo de ese día, seguramente por la inmensa sensación de satisfacción que significó. Y aunque seguía llorando y muerto de miedo, ver a mi madre con mi hermana en brazos al final del sendero que bordeaba la arboleda fue la fotografía magistral del alivio.

Realmente esa experiencia fue escalofriante para mí, infinitamente larga y angustiosa. Aunque todo mi relato y las horas que estuve perdido podrían ser coherentemente entendidas de otra manera totalmente distinta.

El niño fue tras su padre sin que éste se diera cuenta. El hombre salió caminando de entre los árboles y volvió al auto con su familia. Faltaba su hijo. “¿Dónde está?” preguntó. “Te siguió cuando te fuiste, ¿no está con vos?”, “no, no lo vi”. La madre propuso “vos poné en marcha el auto, voy a fijarme”. La mujer caminó por el sendero y allí encontró a su hijo llorando.

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