Llegué temprano. Tan temprano que la facultad aún permanecía cerrada. De cualquier manera no era el único. Unos cuatro o cinco estudiantes habían llegado tan temprano como yo, y en pocos minutos unos cuantos más se sumarían. La calle estaba cortada, como ya se nos hizo costumbre, con el largo banco en la esquina siempre firme. Pero aparte de este, no había ningún otro pupitre a la vista. En ese momento me acordé de dos estudiantes que, una semana atrás, se quejaban por tener que sacar y poner los bancos todos los días. “Los podríamos dejar en la calle... ¿Quién se va a afanar los bancos?” o algo así decía uno de ellos, aunque sin hablar en serio (creo).
Minutos después de mi arribo a la facultad, o mejor dicho a la puerta de ella (aunque pensándolo bien, después de veinte días cursando afuera, podríamos decir que es como si fuera la facultad), un sujeto con cara de nada, se me acercó y me comentó las últimas resoluciones de
Fue entonces, que las puertas de la casa del conocimiento se abrieron por fin. Y casi en ese mismo instante llegó el profesor que me daría clase durantes las siguientes casi dos horas. A causa del frío que reinaba en esas calles, en esas horas de la mañana, y aprovechando las recientes (y aun no estrenadas hasta ese momento) nuevas modalidades de la toma, obtuvimos un aula.
Así fue que tuve que transitar los pasillos de la facultad fantasma. A las siete de la mañana es extraño encontrar otros seres vivos. Son pocos los espíritus errantes que deambulan a esas horas, y también pocos los valientes desalmados que osan cursar tan temprano. Ni siquiera las gárgolas de
Horas más tarde (casi dos, para ser casi más preciso) salí del aula diez (sí, sí créanlo, AULA y no ÁRBOL) y, luego de conseguir agua para el mate, me dirigí hacia la entrada para averiguar mi próximo destino en las carteleras de los oráculos académicos. Fue en mi travesía por los pasillos, ya por ese entonces, llenos de la habitual vida que los caracteriza (bueno tampoco exageremos), que encontré con que zafar en Taller de Expresión. Ahí estaba mi pequeña anécdota, un pequeño hecho, o paisaje diría yo, poco usual. No era la gran cosa, pero sólo era cuestión de rellenarla con unos cuantos párrafos que den vueltas, se vallan por las ramas, detallen y alarguen la historia, aunque poco importantes fueran en sí para ella, y ya tenía el trabajo hecho (quiero aclarar que esto fue sólo lo que se me cruzó por la mente en ese momento, ¡No es que haya hecho eso, eh!¡No! ¡Todo lo aquí contado es totalmente NECESARIO para entender la anécdota!).
(Siendo sincero: La anécdota podría ser simplemente lo que viene a continuación, más unos pocos datos anteriormente expuestos, pero hubiera quedado demasiado escueta) Dos estudiantes (un niño y una niña) estaban parados en la puerta de un aula, mirándose extrañados. El aula estaba totalmente vacía y ellos debían cursar allí. No había ni un solo banco. A la pasada pude oír que el espécimen masculino comentaba entre risas: “Sí, ahora podemos usar las aulas, pero habrá que sentarse en el piso”.
Agustín Esteban Ariztegui
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