Aquel día fue la última vez que al entrar a su hogar suspiró aliviado.
Allí estaba como siempre, desfachatada y llena de vida. Se acercó y la rodeo con sus brazos. Le agradeció por lo bien que había estado a la noche. “Realmente anoche te luciste, hermosa” le dijo en voz baja como si entendiera sus palabras. Y le pidió perdón por el accidente que tuvo la mina con la que cenó. “Muy torpe resultó ser. Te juro que cuando volcó el vino sobre ti no dudé en pedirle que se vaya.” Le comentó enfadado mientras juntaba todo lo que había dejado la noche anterior sobre ella. Apretó las cosas que sujetaba con sus manos y brazos a su pecho, se fue levantando teniendo cuidado de que nada se cayera. Llevó la vajilla a la cocina, más precisamente la metió en la pileta para luego lavarla. Volvió al estar, se arrodilló y la acarició con ternura.
Desde que estaba viviendo solo era su mejor compañía. No importaba si él se ausentaba algunos días, la mesita ratona jamás saldría corriendo de su vida. Distinto a tantas mujeres y amigos que pasaron por su vida, tanta gente a la que quiso que lo dejó sin aviso. Eso lo hacia sentirse confiado, seguro. En todo momento la tendría si él la cuidaba como era debido.
Le pasaba un trapo húmedo a diario, incluso, de vez en cuando, la lustraba con un producto especial para madera aunque sentía que la dejaba media pegajosa. Además de los cuidados básicos que le brindaba compartía muchos ratos de diversión. No sólo recibían visitas, sino que estando solos él miraba televisión, jugaba al solitario, usaba la notebook, desayunaba y cenaba con ella. También estaban esos días en los que sólo ella podía estar con él. Días en lo que debía estudiar o adelantar trabajo en la casa.
Ese día llegó una mesa con sillas para seis personas, él dividió el living del comedor. La mesita, a pesar de haber pasado a segundo plano, siguió formando parte de su vida...
Marina Tschiffely
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