domingo, 26 de septiembre de 2010

El lugar de las cosas.

Aquel día fue la última vez que al entrar a su hogar suspiró aliviado.

Allí estaba como siempre, desfachatada y llena de vida. Se acercó y la rodeo con sus brazos. Le agradeció por lo bien que había estado a la noche. “Realmente anoche te luciste, hermosa” le dijo en voz baja como si entendiera sus palabras. Y le pidió perdón por el accidente que tuvo la mina con la que cenó. “Muy torpe resultó ser. Te juro que cuando volcó el vino sobre ti no dudé en pedirle que se vaya.” Le comentó enfadado mientras juntaba todo lo que había dejado la noche anterior sobre ella. Apretó las cosas que sujetaba con sus manos y brazos a su pecho, se fue levantando teniendo cuidado de que nada se cayera. Llevó la vajilla a la cocina, más precisamente la metió en la pileta para luego lavarla. Volvió al estar, se arrodilló y la acarició con ternura.

Desde que estaba viviendo solo era su mejor compañía. No importaba si él se ausentaba algunos días, la mesita ratona jamás saldría corriendo de su vida. Distinto a tantas mujeres y amigos que pasaron por su vida, tanta gente a la que quiso que lo dejó sin aviso. Eso lo hacia sentirse confiado, seguro. En todo momento la tendría si él la cuidaba como era debido.

Le pasaba un trapo húmedo a diario, incluso, de vez en cuando, la lustraba con un producto especial para madera aunque sentía que la dejaba media pegajosa. Además de los cuidados básicos que le brindaba compartía muchos ratos de diversión. No sólo recibían visitas, sino que estando solos él miraba televisión, jugaba al solitario, usaba la notebook, desayunaba y cenaba con ella. También estaban esos días en los que sólo ella podía estar con él. Días en lo que debía estudiar o adelantar trabajo en la casa.

Cuando miraban los partidos los días sábados el llevaba en una bandeja una picada para uno y una cerveza helada, lo colocaba sobre la mesita del lado derecho, así le quedaba todo el lado izquierdo para apoyar las piernas. La imagen era la siguiente: él sentado muy cómodo en el sillón con sus piernas estiradas, una picada y una cerveza sobre la pobre mesa.
Había notado que las patas no daban más, estaba deteriorada y vieja. Él era el nieto de una dulce mujer a la que fue entregada como regalo de bodas. Un joven que no comprendía que las piernas no deben colocarse sobre los muebles, que por algo existen los portavasos, y que más allá de la limpieza hay marcas y rayones que jamás se irán una vez hechos.

Para él la mesita ratona era lo único de valor en el departamento. Más que nada porque era lo más útil que existía, era multiuso. Él no tenía mesa de comedor, la tenía a ella. Era la pieza central del living, las luces estaban colocadas sobre ella, el sillón y sillas con apoyabrazos la rodeaban, incluso la televisión y el equipo de audio estaban colocados en su dirección. Todo estaba estratégicamente colocado a su alrededor.
Lo curioso es que ciertos objetos resultaban tan centrales como la mesita. El control remoto de la TV, el cenicero y un platón de cerámica con unas esferas de mimbre estaban siempre sobre ella. Por lo tanto compartía importancia y lugar con ellos y aún así no lo dejaba. Y aquí se vio la diferencia con los humanos. Por lo general quieren ser lo único en la vida del otro, cosa que es imposible. Demasiadas cosas forman una vida. Las personas pretenden ser el centro atención absoluta. Lo importante en la vida compartida es saber que el lugar que cada uno ocupa es irremplazable más allá de todo.

Ese día llegó una mesa con sillas para seis personas, él dividió el living del comedor. La mesita, a pesar de haber pasado a segundo plano, siguió formando parte de su vida...

Marina Tschiffely


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