Es raro ver en una nena tan pequeña una mueca de cinismo tan grande. Apenas la mamá concluyó de leerle el cuento, Lucía se incorporó en la cama y con el ceño fruncido de desaprobación le dijo “bueno, ya está, ahora te podés ir a dormir”. La madre de Lucía se levantó confundida, ella también estaba frustrada por la historia que había leído.
Lucía y su mamá tenían la costumbre de leer juntas en la cama. Pero la niña estaba creciendo a pasos agigantados y los cuentos para su edad le resultaban aburridos y trillados, más trillados aún, que la costumbre de que le lean en
De momento en que se cerró el libro, la mamá de Lucía fue sentenciada a irse a dormir por su hija de 4 años. Se levantó de la cama resignada ante el carácter de la niña, le apagó la lámpara de la mesita de luz y cerró
Sin borrar la mueca de descontento, Lucía supo que iba a ser difícil dormirse. Que la historia previa a dormir fuese bonita era criterio necesario para poder conciliar el sueño después. Pasaron varios minutos y la pequeña se impacientaba, y cuanto más se impacientaba menos se podía dormir. Entendiendo con precocidad el círculo del insomnio decidió darle un fin. Bajaría hasta el cuarto de sus padres a demandar una segunda leía de historia, pero de una historia “de verdad”.
Se levantó corajuda, dio un saltito de la cama hasta el piso. Caminó rápido hasta la escalera y se estiró para prender una lámpara que allí había, pero no llegó al cordoncito que debía jalar para que la luz prendiera. No lo dudó, bajaría en tinieblas y conseguiría su final feliz.
Caminó un par de pasos y llegó al final de
Nerviosa, deseó haberse estirado más para alcanzar el cordoncito y prender luz. Se lamentó, también, el no ser más alta. Finalmente eligió la bifurcación de la escalera que estaba más iluminada, pero al final del camino vio que esa luz se debía a la puerta-ventana de la cocina que daba al jardín. Miró con miedo hacia atrás y vio el negro túnel que tenía que transitar. Más miedo le dio, porque creyó ver algo fuera de
Ya estaba por irse, cuando notó que la desesperada lechuza estaba siendo acechada por un gato, que se agazapaba sobre una rama de árbol afuera. Rápido abrió la ventana y la lechuza se metió como pudo aleteando enloquecida. Lucía ya la estaba bastante espantada cuando escuchó que el bicho le gritaba “Cerrá nena, ¡cerrá!”. Cerró la puerta rápido y con orgullo dijo “yo sabía que ustedes hablaban”. El animal y Lucía sabían que un error había sido cometido. Era un secreto muy bien guardado que los animales hablan, y la lechuza, en su pavor, se había puesto en evidencia.
Lucía se acercó sin miedo, y quiso que la pequeña criaturita tampoco le temiera. Le habló con ternura, pero el animal se las arreglaba para girar sobre su eje con sus pequeñas patitas para darle
Aparentemente, Merlín llevaba un inventario riguroso de dónde estaban sus libros y en manos de quién caían. Esa noche, revisando, había visto que una pequeña de tan sólo cuatro años había perdido el sueño por su libro. “Y, es más, se sintió tan responsable porque no podes dormir que me mando a buscarte” dijo enfadadísima y agregó “Y, como siempre, le tengo que arreglar los líos yo a él”.
Lucía no estaba sorprendida, si Merlín podía escribir un libro tan absurdo como el que había leído, no era extraño que pensara que tenía que mandarle una lechuza para ayudarla a caminar por el pasillo. Igualmente, si tan mal se sentía, podría haber venido él mismo y no mandar a su lechuza malhumorada. Ella y el animal estaban de acuerdo en algo: Merlín era un tonto.
Como el animal seguía quejándose por no poder dormir, Lucía rápidamente le dijo que ella no tenía problema, que cruzaría el pasillo y les pediría a sus papás que le contaran otro cuento y todo se solucionaría. Merlín ya había hecho suficiente por una noche y la lechuza podía irse, nadie en esa casa necesitaba su ayuda. La lechuza escuchó los comentarios con temor. En otras circunstancias se hubiera marchado enseguida, ofendida pero gratificada por poder irse temprano. Pero esa noche no podía irse, ahora era ella la que necesitaba ayuda porque, desde fuera de la casa, el gran felino negro aún la miraba con ojos de hambre.
“Ves lo que hiciste nena, porque no quererte dormir” le repetía nerviosa, el temor potenciaba su mal carácter. Lucía sabía que el que había causado todo el embrollo era Merlín, pero igualmente se sentía culpable. Decidió ayudar al ave a regresar a su nido. ¿Pero cómo? Afuera todavía estaba Nimue, la gata del vecino que revoleaba sus ojitos al compás de los movimientos de
Lucía aceptó, y juntas con la lechuza comenzaron a fraguar el plan. En principio el pájaro sugirió subir la escalera y ser liberada por una ventana. Pero Lucía era muy pequeña y no alcanzaba a abrir ninguna. La única opción que tenían eran las puertas que daban al jardín, las únicas sin llave. También pensaron en distraer al gato con comida, mientras la lechuza levantara vuelo y huyera. Pero no había nada a mano, todo estaba alto, todo estaba lejos de las manos de
Lucía se estiró y tomó el libro con ambas manos. Le dijo a la lechuza que comenzara a volar mientras abrió de par en par la puerta ventana y tiró el libro con fuerza hasta los arbustos donde se escondía Nimue. Se escucharon un maullido de miedo y las últimas desagradecidas palabras que la lechuza le diría a Lucía “bueno, ya está, ahora te podes ir a dormir”. La niña pensó que no había porqué ser tan malo y pensó en tratar mejor a su mamá al día siguiente. Luego, para honrar su promesa, Lucía volvió al pasillo, pero esta vez no quería ir al cuarto de sus papas, sino que subió la escalera y se metió en
Al otro día, cuando fue a levantarla, la mamá de Lucía le preguntó por qué estaba el libro entre los arbustos del jardín. Lucía entre risas le dijo que lo había tirado allí para poder dormirse. Su mamá pensó, para sus adentros, que la niña era aun más malhumorada de lo que había pensado.
Emilia Cappellini
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