sábado, 25 de septiembre de 2010

La fuga del piano.

Pierrot y sus melodías siempre cautivaban a los pueblerinos allá en su tierra natal, pues nadie sabía exactamente cómo hacía este personaje para que su piano sonara tan bien y se escuchara de mil maravillas. Todo parecía muy lindo cuando en la sala se ponía a tocar unos moderatos, andantes, allegros o alguna obra que llegaba hasta lo más profundo del corazón del público agolpado en cada rincón. Así pasaban las noches; luego de cada función, Pierrot pasaba su gorra, juntaba unas monedas, despedía a la gente y se iba a descansar para el día siguiente tocar de nuevo en la sala de su casa. Y allí quedaba el piano solitario en el centro de la escena, su color negro se confundía con la oscuridad de la noche cuando las luces se apagaban, sus tres patas maltrechas como cansadas de soportar los golpes que le daban a las teclas las cuales ya estaban todas rajadas y a punto de ceder ante la cantidad de años que trajinaba. Eran más las satisfacciones que este fiel instrumento le dio a su dueño que las que el propio Pierrot nunca supo reconocer en tanto andamiaje artístico, todos apreciaban al músico pero nadie se detuvo ni siquiera a acariciar el piano.

Cada noche el instrumento solía tocar sus melodías más tristes y desgarradoras, sus cuerdas en un sinfín de lamentos una por una rompían en llanto, eso nadie lo escuchaba y si así fuese muy pocos pagarían por tan penoso y lúgubre espectáculo. Triste ironía para el piano, gran alegría para el público y gorra repleta de billetes para Pierrot.

Una de las tantas noches este solitario piano en su pesar tomó la decisión de marcharse de la casa de su dueño e ir a divagar por los bosques en busca de algún pequeño pueblo que lo recibiera con el amor que nunca tuvo. Sus tres ruedas empezaron a andar haciendo un gran esfuerzo, el pobre tenía tanto dolor encima que nunca dudó en irse. A la mañana siguiente la noticia de la fuga del piano fue la habladuría de todo el pueblo, pues Pierrot era reconocido en toda la región por ser un gran artista y su fama era en parte de aquel instrumento que desaparecido. Lo primero que se pensó fue que había sido un robo, pero nada más alejado de la realidad, ¡si sólo supieran que el piano ya no estaba a gusto con su dueño y con la vida que llevaba!

Pierrot, con todo el dinero que tenía gracias a las obras ejecutadas en su fugado instrumento, compró un elegante piano blanco con cola, pero las melodías ya no serían las mismas y de a poco esto comenzaba a notarse en la gorra desnutrida del “artista”, la gente ya no se agolpaba en la sala y muy pocos le daban el mote de “artista del pueblo” a Pierrot.

Así pasó el tiempo, ya todos se habían olvidado de lo sucedido, mientras tanto el solitario piano ya cansado de andar por el bosque sin rumbo pasaba las noches apostado en una cueva porque ya no podía moverse, sus ruedas estaban en mal estado, y desde su refugio entonaba melodías cada vez más tristes, pero ya nadie podía le podía escuchar. Había perdido todas las esperanzas de volver a tocar ante mucha gente y que ésta no le devolviera más que afecto y amor. Algunas de sus teclas comenzaban a deteriorarse por la suciedad que tenía encima, las estrellas lo acompañaban en su llanto por las noches, los animales salvajes cedían ante su hermosa música, acaso la que antes le llenaba los bolsillos a Pierrot, hoy le servía para defenderse de los peligros de la intemperie. Muy poco se escuchaba su melodía, casi nada, moribundo echó a sonar su última nota: un do en clave de fa y cómo último suspiro un alarido en clave de sol.

Dos niños que solían jugar en el bosque por las tardes lo encontraron con una de sus patas rota y totalmente sucio. Comenzaron a limpiarlo y lo sacaron como pudieron de la cueva para llevarlo a un pueblo a la orilla del río. Allí estos pequeños cuidaron de él y le brindaron toda la ayuda para que el instrumento se recuperara. Poco a poco los niños fueron descubriendo la magia que el piano tenía al tocar alguna melodía.

Recuperado del todo, el piano volvió al rodeo de nuevo, pero ahora tocaba para chicos. Los niños que lo habían encontrado en aquel día eran huérfanos y como no podía ser de otra manera se lo llevaron al hogar escuela en donde ellos vivían junto con otros tantos infantes. Contento de ser el que dibujaba una sonrisa en la cara de los niños, el que daba una ínfima alegría a esos pobres ángeles con sus sombreros como Chaplín, los pies descalzos, los bolsillos rotos, sus ropas echas un desparpajo, las manos sucias de hacer travesuras, los corazones tristes de saber que no pertenecen ni son. Aquel viejo piano que alguna vez sufrió tanto, ese día tocaba bajo un techo eterno acompañado de almas inocentes que lo trepaban y se escondían detrás de su cola, lo miraban cariñosamente y le daban aquello que nunca tuvo. Tal vez no le pagaban dinero ni lo aplaudían pero lo amaban y apreciaban su música, ya no estaba Pierrot para humillarlo pues los chicos son su gran público en el orfanato.

Claudio Fernando Yapura

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