En mi casa hay un cuarto que usamos de taller, para arreglar aparatos o cualquier labor manual de la casa. En ese cuarto hay un ventilador de techo, ubicado a una altura no muy por encima de la mesa de trabajo, que tiene una mecha enganchada al centro, continuando al eje. Se usa para hacer agujeros en maderas o, en su defecto, para atornillar, siempre y cuando le coloquemos la punta correspondiente.
Es una herramienta muy útil aunque complicada en algunas situaciones. En primer lugar, uno tiene que apartarse de la zona de trabajo para evitar que las astas del ventilador le corten la cabeza. El trabajo, entonces, sería muy difícil de completar y, de hacerlo, sería totalmente inútil, porque nadie lo aprovecharía. A menos, claro, que el trabajo sea para un tercero, pero en casa, en general, el ventilador es utilizado para fines propios.
El segundo problema que presenta, es menor pero incómodo al fin. Las astas, al girar, provocan un fenómeno extraño, que es el de empujar fuertemente el aire por debajo de ellas, lo cual estorba si uno tiene cosas debajo de la mesa ya que pueden salir volando.
Cuando estoy deprimido, inconscientemente tengo la necesidad de utilizarlo, como medio de distracción supongo. Hay temporadas en las que si estoy atravesando una crisis emocional, no puedo parar de agujerear maderas. Y mi afán en hacerlo es tan grande que en ocasiones casi olvido las precauciones que debo tener y sólo recuerdo que debo hacerme a un lado instantes antes de encender la máquina.
Últimamente, me he visto obligado a utilizarlo mucho debido a distintos arreglos que estuve haciendo. Ahora que mi mujer me dejó, tuve la oportunidad de darme cuenta del mal estado de algunos muebles de mi casa. Su presencia me impedía notar las imperfecciones de estos desprolijos trastos. No sin una cuota de disgusto (y, confieso, un poco de angustia) reparé en estos defectos y me vi obligado a calmarme arreglándolos. En poco tiempo me encontré con una tarea tan grande como ardua y dura.
Es el día de hoy que sigo empeñado en aprovechar al máximo mi ventilador, el instrumento ideal para buscar una salida a este gran problema. Me instalo en el taller, me siento en un banquito, dispongo las maderas bajo la mecha y enciendo. No, un momento. No aún, debo retirarme de donde estoy sentado, o una de las astas me jugará una mala pasada.
A medida que pasan los días me siento más dependiente del aparato. Y cada día incrementa progresivamente la cantidad de centésimas que tardo en darme cuenta de que no debo estar sentado al momento de encenderlo. Los muebles de mi mujer tienen un olor muy especial. He pensado mucho en ella últimamente. Pero ¿qué puedo hacer? No, debo distraerme, pienso para mí mismo. Pensar en otra cosa, despejarme, hacer agujeros en la madera. Esperar a que el tiempo pase. Sólo el paso del tiempo permitirá que me tranquilice y que un día mi reacción no llegue a tiempo a detener mi dedo antes de que pulse el interruptor desde el lugar equivocado.
Enrique Capdevielle
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